Un viaje por la tradición oral de España, Inglaterra, Italia y Japón, que es tan didáctica, como ficticia, real y surrealista. El narrador santanderino Alberto Sebastián comenzó la noche del viernes con una declaración de intenciones. ¿Por qué recuperar y recontar los cuentos populares más antiguos? Porque tienen una “base real” y porque están hechos para ser contados.
De las historias regias, donde manda la continuidad de la estirpe, al uso de nombres significativos en el entorno rural ancestral (como el trébede, un artilugio de hierro con tres pies que sirve para poner al fuego perolas y sartenes). De los acertijos a examen («¿Qué cosa corre y no tiene pies? ¿Qué es amarillo, brilla y no es el oro?») a las pruebas constantes que debe tolerar y superar el que ha encontrado el amor verdadero. Y que no se canse, porque jamás es una. Como mínimo son tres. Cuentos de quereres “tontos, fraternales, mágicos, trágicos, que como el querer mismo, a veces acaba bien, y a veces…”. A veces acaban muy mal. El querer intenso está presente en los cuentos populares: siempre una vinculación intensa, que teje la narración y le da sentido.
Alberto fue la voz para la tradición. Nos condujo al Japón antiguo, a un reino lejano y sin geolocalizar, donde imperaba una ley terrible. Un cuento imaginario basado en una certeza: el contexto histórico del Japón medieval, duro y sin ternuras. Convertido en ficción trenzada con verdades documentadas. Cuerdas hechas con trenzas, hilos que logran traspasar el trayecto en espiral de una caracola de mar, ancianos con mucho bagaje que se esconden en cámaras secretas, construidas entre el suelo y los pilones que sostienen las casas japonesas (pincelada de arquitectura popular japonesa). Hadas de buena voluntad y viejas que mueren, tajadas por el cepillo de un carpintero. Velos, guantes que engañan, secuestros de candiles e historias que deben ser contadas “porque nadie las escribió nunca” y su única posibilidad de seguir latiendo depende del verbo y del oído.