Entre Soo y Famara, un pequeño letrero señala el punto de encuentro: la base de Montaña Cavera, un pequeño volcán (81 m) de origen hidromagmático que se alinea con otros hijos de la geología insular (Montaña Chica, Juan Hierro y Pico Colorado) en un collar de conos que transcurre paralelo al litoral norteño de Lanzarote. Es el primer narrador de la mañana: el paisaje.
Todavía se encuentran embarradas y cortadas algunas carreteras de los alrededores, pero son las once de la mañana y el sol brilla con ganas. Encontrarse en medio de la naturaleza genera un runrún muy especial. Un sentimiento de grupo y camino, que se mueve entre lo épico y lo íntimo.
El ascenso comienza lento, en fila de hormiga, con un pequeño repecho que hace algunas eses, hasta que alcanza el borde del cráter donde suena el clarinete de Marta Curbelo. Ulular de madera que convoca y reúne ánimos como la luz hace con las polillas.
El océano Atlántico a la derecha, un llano desértico a la izquierda. Rapsodia azul colectiva y las voces de Nana y Juan Carlos Tacoronte contando historias sobre la tierra. Sobre esta y otras tierras, que además de ser escenario de nuestras biografías y aventuras, encierran cuentos propios.
En la boca del cráter, en la lejanía, ondea la falda de la violinista Iya Zhmaeva. Alguien chista con alegría, pidiendo silencio y señalando una oreja. “Escucha”. Es un violín que suena a lo lejos, convocando la siguiente historia.
Nana y Juan Carlos se entienden con la tierra. Ella baila en derredor con los pies descalzos y una falda azul que gira poniendo adjetivos. Él se para y describe, señala geografías y colores, y los hace suyos porque suyos son. El público hace círculos, fotos, silencios, risas y guiños. Hay momentos para acercarse, preguntar o contar. Para recordar cómo se llega a esta isla y por qué te quedas, cómo se crece aquí y cómo se transforma la tierra.