Antes de dar inicio a la edición 2020 propusimos llenar las redes de #PalabrasFaro, palabras que fueran guía y luz, palabras especiales que nos ayuden a navegar las marejadas de la vida. Luego, le pedimos a la escritora Elizabeth López Caballero, que creara una historia que tuviera que ver con esta idea, con el concepto #PalabrasFaro, utilizando las palabras propuestas: Luz, Bucio, Atlántico infinito, Boj, Chifa, Pindonga, Algarabía, Inspiración, Armonía (2), Verdad, Burgado, Erase, Amistad.

Aquí tienes el audio con la historia, y a continuación el texto. ¡Ojalá te guste!

El farero interior

Aún recuerdo los veranos de mi infancia en la playa de Punta Pachanga.

Mi abuelo era farero y a menudo contaba que los faros no solo nos guían con su luz, sino que también lo hacen con las palabras. Yo no entendía muy bien cómo un faro podía guiarnos con las palabras pero él explicaba que había que ir más allá. Que todos tenemos un faro escondido que se enciende  con una expresión. Así fue como descubrí a mi farero particular. Se llamaba «serendipia» y a mí, por aquel entonces, me encantaba «serendipiar». Maravillarme con todo lo que mis cándidos ojos descubrían.

El faro de mi abuelo era como todos los faros: alto, blanco, con rayas azules en la torre, con un balcón de hierro forjado, una cristalera siempre limpia desde donde patrullaba el Atlántico infinito y con un nido de gaviotas en la cúpula. A su alrededor crecían unos arbustos de frutos venenosos que se llamaban Boj. «Boj» era su palabra faro porque le recordaba que era mortal y le mantenía los pies en la tierra aunque él se pasara las horas suspendido en el aire, vigilando al mundo desde lo alto de su torre.

De él aprendí todo lo que sé del mar. De su furia y de su armonía con el estado de ánimo de la luna. Aprendí incluso a escucharlo dentro de un bucio. «Ven», me decía. «Escucha atentamente». Y entonces me lo acercaba al oído y percibía las olas morir contra el peñasco y a las sirenas cantar. En otoño, cuando volvía a la ciudad con mis padres y me despertaba en medio de la noche, me arrimaba el bucio, lo dejaba descansar en el hueco de mi hombro, y retornaba a Punta Pachanga. A la inspiración que despertaba la brisa marina en la mente inquieta de una niña de diez años. Al banco que yacía junto al acantilado y a mi abuelo.

No había mucha gente en la playa: «ser farero es un oficio solitario», solía decir.

A veces, cuando quería descansar un poco de mi lengua viperina y de mi energía infantil, me llevaba al pueblo y pasaba la tarde en casa de Doña Rosaura, una señora que nació vieja y que te arreglaba la barriga después de un disgusto. La mujer era de armas tomar: «Esta pindonga chifla a cualquiera», mascullaba mientras trajinaba haciendo el queso o cuajando el beletén. Doña Rosaura tenía un nieto de mi edad: Luis, con quien descubrí la amistad de verdad y el primer amor. A veces bajaba a la playa y nos pasábamos la mañana cogiendo burgados. Era tal nuestro entusiasmo que fuimos contagiando a la gente del pueblo y empezaron a acercarse a Punta Pachanga.

La algarabía de los isleños se iba colando por las grietas del viejo faro de mi abuelo y a mí me consolaba saber que no pasaría las largas tardes de invierno solo. Luego nos sentábamos a merendar un bocadillo de chorizo de Teror y lo bajábamos con el buchito del Clípper de fresa, mirando al horizonte mientras nos hacíamos preguntas sobre la vida y la muerte. Los padres de Luis murieron en un accidente de tráfico y supe entonces que su palabra faro era «familia».

Los recuerdos de mi niñez y del inicio de mi adolescencia son un remanso de paz donde me gusta sumergirme de vez en cuando.

Mi abuelo murió la navidad del 92. Han pasado casi veinte años y es la primera vez que vuelvo a la isla.

Los peldaños de madera de la escalera de caracol que conduce a la casa del torrero crujen bajo mis pies. La cristalera está sucia. La limpio con la manga de mi jersey. Al abrirla la cerradura rechina por la herrumbre. Me golpea una bocanada de aire fresco que entra rabioso y desordena el polvo de la estancia.

Sonrío.

Noto su presencia.

«Las palabras también son faro» le escucho decir.

Abro la libreta con tapas de cuero que siempre llevo conmigo y empiezo a escribir la historia que me ha traído de vuelta a la playa de Punta Pachanga. «Erase una vez, a los pies de un viejo faro…».

Ilustración de Iban Barrenetxea para Palabras al Vuelo

Elizabeth López Caballero (Las Palmas, 1985) estudió Magisterio de la especialidad de Audición y Lenguaje y de Educación Especial. Realizó un Máster en Mediación Familiar y de Conflictos y se dedica a la docencia. Actualmente cursa el Grado de Psicología Clínica y de la Salud y preside la Asociación Contra el Acoso Escolar de Las Palmas (ACAELP). Es colaboradora en el periódico La Provincia de Prensa Ibérica y cuenta con las siguientes publicaciones literarias: La niña de la luna (Mercurio Editorial, 2018). Cuentos que cuentan  (Mercurio Editorial, 2018). La lección del señor Ponozky  (Mercurio Editorial, 2019) y Las caricias que no me diste  (Mercurio Editorial, 2020).

Gracias a Loreto Socorro, Bárbara Müller, Yolinda Hernández, Elia Tralará, Alicia Bululú, Silvia Torrents, Proyecto Coser y Contar: Edición de Bolsillos, Légolas Colectivo Escénico, Gabriela Marrero, M.J. Tabar, Cristina Verbena, @elnidodebalandis, @madeinlanzarote y @begobiolanza, por enviar sus #PalabrasFaro.