“Se cumple un sueño”: contar a la orilla del mar. Está ocurriendo hoy y ahora, en el municipio de San Bartolomé, sobre la arena de la playa del Curita, con la brisa fresca de la noche envolviéndonos los cabellos. Los pies descalzos y los chales se extienden sobre las gradas de arena y las esteras, entre las luces cálidas de varias lámparas.
“¿Cómo no contar en una playa estando en Lanzarote?”, pregunta retóricamente Cristina Temprano. A su lado, María García, técnica de Cultura del Ayuntamiento de San Bartolomé, que coproduce la velada y augura muchas más Maresías de Cuentos en el municipio.
Superado un inicial contratiempo con el micrófono, apagada ya la banda sonora de los aviones que van y vienen desde el cercano aeropuerto de Guacimeta, suena una introducción musical de Jorge Troitiño y Heidi van Herpen dominada por el evocador sonido del hang. La gente se siente cómoda. De nuevo: señores sentados en sus propias hamacas, niños arrebujados con sus madres, grupos de amigos, parejas, espectadores que llegan por su cuenta y se integran en el grupo. Se respira olor a mar y a buen ambiente.
“En África los cuentos se cuentan siempre por la noche»
“En África los cuentos se cuentan siempre por la noche y antes de empezar, se invoca”, explica Bönaí Capote, lanzaroteña hija de la guineana etnia bubi. El público le acompaña en sus peticiones, con dos suaves cánticos. Se pide la ayuda y la presencia del mar, del fuego hasta de César Manrique, fuerzas todopoderosas en esta isla. “Para los bubi la palabra es el canto del alma”.
Así comienza la primera narración de la noche, que se localiza en Telde, en territorio de brujas. La naturaleza, el exotismo, la sensualidad y el humor están presentes en un primer relato protagonizado por una mujer fea, que de puro deseo se convierte en higuera para que su gitano amado le devore sus frutos. El relato es mágico y poderoso. La voz de Bönaí, a ratos suave, a ratos antigua como la raíz de un árbol.
Una vivencia personal sirve para introducir el segundo cuento de la noche. “Yo tenía un poco de esquizofrenia cultural”, sonríe la contadora. Se crió en un colegio de monjas y los fines de semana se dedicaba a adorar árboles con su abuela. Una introducción perfecta para narrar una historia sobre el primer encuentro entre el primer hombre y la primera mujer, donde vuelven a dominar los aromas, el humor, la fruta expuesta y la voluptuosidad de las emociones.
Sólo diremos que el hombre se preocupó al ver a un semejante con una herida abierta entre las piernas y que dedicó mucho tiempo a intentar curarla. Que unos monos sirvieron como fuente de inspiración y que de las chispas de aquel primer encuentro sexual entre dos Sapiens brotaron los árboles del Amazonas.
Un gratificante intermedio sirve para repartir vasitos de té con menta y un orujo que no ha llegado a ser queimada por falta de fuego. Sirve para comentar, abrazar, saludar y “arrimarse al querer”. Nos templamos con unas cuantas risas hasta que el grito de un hombre arrenquitado en una chaqueta canela capta toda nuestra atención. Es Juan Carlos Tacoronte, subrayador de lo cotidiano, creador de ternura y comedia ancestral con los pretéritos de su infancia y con los presentes contemporáneos.
La magnitud de las cosas aparentemente pequeñas
El narrador que hace ver la magnitud de las cosas aparentemente pequeñas. Tacoronte reproduce el canto de la morena que proclamaba su abuelo al pescar -“¡Jo, morenita, jooo, joooo!”- y cómo aquella morena dentuda que vio con 8 años le pidió, asfixiada y con prognatismo, que la botara al agua, que si le ayudaba él más nunca iba a ahogarse en la mar.
Es sólo el comienzo de un relato riquísimo, cuajado de realidades mágicas y comprobables, que suceden en las Medianías de Tenerife, en los caseríos que se baldean con Zotal, en los charcos, en las casas donde no hay dinero ni para comprar una Mirinda… Su voz dibuja un cuadro vivo. Nos transporta. Nos hace sentir la lluvia, que esponja la tierra y hace brotar esos aromas a petricor. Nos hace empatizar con las lágrimas de un jornalero que ve caer ese tesoro líquido sin tener un pedazo de tierra arrendada.
“La única patria que existe es el árbol del que nos bajamos”. La frase se recibe con un sentir silencioso y cabeceante. De los roperíos a la educación comunitaria, de las chaquetas que se convertían en Adidas con dos buenas velas de mocos a los charcos donde puede mandar uno… El espectáculo concluye y Tacoronte habla de “las mujeres de los patios” de donde él lo aprendió casi todo. Habla “del lujo de lo cotidiano” y pide que estemos atentos a esas pequeñas novedades que camban el universo de la rutina.
“Que cada uno ponga algo para que se encienda la calle y su comunidad”. Recién llegado de Colombia, de contar en zonas rurales golpeadas por el Estado, por las mafias y por el narcotráfico, nos cuenta que allá se organizan y usan la cultura como un elemento transformador. Sigamos defendiendo el espacio público, esos lugares, cuevas, azoteas, calles, patios, playas, donde juntos somos mejores, capaces de alumbrar fuego.